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El Imperio De Los Lobos


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24

Los dos hombres empezaron a abrirse paso entre la masa de cuerpos apretados, agitados, saltarines… Un encrespado mar de hombros, codos y caderas oscilaba acompasadamente en salvaje respuesta al vendaval sonoro que soplaba desde el escenario. A base de codazos y rodillazos, Paul y Schiffer consiguieron alcanzar el pie del escenario.

Schiffer torció a la derecha bajo los agudos chirridos de las guitarras que brotaban de los altavoces. Paul lo seguía a trancas y barrancas. Lo vio hablando con un gorila, que asintió y le abrió una puerta falsa. A Paul apenas le dio tiempo a deslizarse tras él.

Aparecieron un pasillo estrecho y mal iluminado, con las paredes cubiertas de carteles de colores chillones. En casi todos, la media luna turca, asociada con el martillo comunista, formaba un elocuente símbolo político.

– Marius dirige un grupo de extrema izquierda que se reúne un local de la rue Jarry. Sus compinches fueron quienes atizaron el fuego en las prisiones turcas el año pasado.

Paul recordaba vagamente los motines en cuestión, pero no hizo preguntas. No estaba de humor geopolítico. Los dos hombres se pusieron en marcha. Los ecos sordos de la música repercutían en sus espaldas.

– Lo de los conciertos es otra -rezongó Schiffer sin detenerse-. ¡Un auténtico mercado cautivo!

– No entiendo.

– Marius también trafica. Éxtasis. Anfetas. Todo lo relacionado con el speed. -Paul chasqueó la lengua con desaprobación-. O el LSD. Los conciertos le sirven para aumentar la clientela. Gana en todos los terrenos.

– ¿Sabe usted qué es un black Bombay? -le preguntó Paul obedeciendo a un impulso.

– El cóctel de moda en los últimos años. Éxtasis mezclado con heroína.-¿Cómo era posible que un vejete de cincuenta y nueve años recién salido del asilo estuviera al tanto de las últimas tendencias en materia de éxtasis? Un misterio más-. Es ideal para hacerte bajar -añadió Schiffer-. Tras la excitación del speed, la heroína te devuelve la calma. Pasas suavemente de tener los ojos como platos a tener las pupilas como cabezas de alfiler.

– ¿Como cabezas de alfiler?

– Sí, señor. La heroína da ganas de dormir. Los yonquis siempre están cabeceando. -Schiffer se detuvo en seco-. No lo entiendo ¿Es que nunca has trabajado en ningún asunto de drogas?

– Estuve cuatro años en represión de drogas. Eso no me convierte en un yonqui.

El Cifra le regaló la mejor de sus sonrisas.

– ¿Cómo quieres combatir el mal si no lo has probado? ¿Cómo quieres comprender al enemigo si no conoces sus bazas? Hay que saber qué buscan los chavales en esa mierda. La fuerza de la droga es que esta buena. Joder, si no sabes ni eso, no tienes derecho ni a hablar de los yonquis.

Paul se reafirmó en su primera idea: Jean-Louis Schiffer era el padre de todos los policías. Mitad ángel, mitad demonio. Lo mejor y lo peor reunidos en un solo nombre.

No tuvo más remedio que tragarse la cólera. Su compañero había reanudado la marcha. Otro giro, y aparecieron dos gigantes con chaquetas de cuero a ambos lados de una puerta pintada de negro.

El policía jubilado blandió un carnet tricolor. Paul se estremeció: ¿de dónde había sacado aquella antigualla? Aquel detalle parecía confirmar el muevo estado de cosas: ahora quien llevaba la voz cantante era Schiffer. Corno para confirmarlo, el cincuentón se puso a hablar turco.

El gorila dudó, pero acabó levantando la mano para llamar a la puerta. Schiffer lo contuvo, hizo girar el pomo y, al tiempo que entraba, masculló por encima del hombro:

– Durante el interrogatorio, no quiero oírte respirar.

Paul hubiera debido bajarle los humos allí mismo, pero no era momento para discutir. Aquella entrevista sería su laboratorio.

25

– ¡Salaam aleiqum, Marius!

El hombre repantigado en el sillón estuvo a punto de caerse de espaldas.

– ¿Schiffer…? iAleiqum salaam, hermano mío!

Marek Cesiuz ya había recuperado el aplomo. Se levantó y rodeó el escritorio de hierro esbozando una amplia sonrisa. Llevaba una camiseta de fútbol rojo y oro, los colores del equipo de Galatasaray. Escuchimizado, flotaba en la tela satinada al modo de una banderola en la tribuna de un estadio. Imposible adjudicarle una edad precisa. Su pelo rojo y gris evocaba cenizas mal apagadas; sus facciones estaban crispadas en una expresión de gélida alegría que le daba un aspecto siniestro de niño viejo; su piel cobriza acentuaba su semblante de autómata y se confundía con la herrumbre de su cabellera.

Los dos hombres se abrazaron con efusividad. El despacho, sin ventana y atestado de papelajos, estaba saturado de humo. La moqueta estaba llena de quemaduras de colillas. Los objetos de decoración parecían datar de los años setenta: archivadores plateados y lucernas redondeadas, taburetes en forma de tamtan, lámparas suspendidas como móviles, con tulipas cónicas.

Paul se fijó en el material de imprenta que ocupaba un rincón: una fotocopiadora, dos encuadernadoras, una guillotina… La parafernalia del militante político.

La estentórea risa de Marius ahogaba los lejanos latidos de la música.

– ¿Cuánto hace?

– A mi edad, procuro no contar.

– Te echábamos de menos, hermano. Te echábamos de menos una barbaridad.

El turco hablaba un francés sin acento. Los dos hombres volvieron a abrazarse: la comedia entraba en su apogeo.

– ¿Y los chicos? -preguntó Schiffer en tono burlón.

– Crecen demasiado deprisa. No les quito ojo. ¡Tengo miedo de que se tuerzan!

– ¿Y mi pequeño Alí?

Marius lanzó un croché hacia el vientre de Schiffer, pero lo detuvo en seco antes de tocarlo.

– ¡Es el más rápido!

De pronto, pareció advertir la presencia de Paul. Sus labios seguían sonriendo, pero sus ojos se helaron.

– ¿Vuelves a la actividad? -le preguntó al Cifra.

– Simple consulta. Te presento a Paul Nerteaux, capitán de la DPJ.

Paul dudó y optó por tender la mano, pero nadie se la estrechó. Se miró la mano extendida en aquella habitación demasiado iluminada, llena de sonrisas hipócritas y olor a tabaco; luego, para salvar las apariencias, echó un vistazo a la pila de octavillas amontonada a su derecha.

– ¿La prosa bolchevique de costumbre? -preguntó Schiffer.

– Los ideales son lo que nos mantiene vivos.

El policía retirado cogió una octavilla y tradujo en voz alta:

– «Cuando los trabajadores controlan los medios de producción…» -Soltó la carcajada-. Estás un poco mayor para estas gilipolleces.

– Estas gilipolleces nos sobrevivirán, amigo Schiffer.

– Siempre que alguien las siga leyendo.

Marius había recuperado su sonrisa completa, labios y pupilas al unísono.

– ¿Un çay, señores?

Sin esperar respuesta, Marius cogió un termo enorme y llenó tres tazas de barro cocido. Las aclamaciones del público hicieron temblar las paredes.

– ¿No estás harto de rockeros?

Marius volvió a sentarse al otro lado del escritorio, reclinó el sillón contra la pared y se llevó la taza a los labios parsimoniosamente.

– La música amansa a las fieras, hermano. Incluso esta. En mi país, los jóvenes siguen a los mismos grupos que los chavales de aquí. El rock es lo que unirá a las generaciones futuras. Lo que acabará con nuestras últimas diferencias.

Schiffer se apoyó en la guillotina y alzó la traza.

– ¡Por el rock duro!

El cuerpo de Marius onduló bajo la camiseta del Galatasaray en un gesto que expresaba al mismo tiempo el regocijo y el cansancio,

– Schiffer, no has arrastrado el culo hasta aquí, en compañía de este chico, para hablar de música o de nuestros viejos ideales.

El Cifra se sentó en una esquina del escritorio y se quedó mirando al turco; luego sacó las macabras fotografías que contenía el sobre. Los rostros torturados se desplegaron sobre las pruebas de carteles. Marek Cesiuz retrocedió en su sillón.

– Pero ¿qué es esto, hermano?

– Tres mujeres. Tres cadáveres encontrados en tu barrio. Entre noviembre y hoy. Mi colega cree que se trata de obreras clandestinas. He pensado que tú podrías decirnos algo más.

El tono de Schiffer había cambiado. Parecía haber cosido las sílabas con alambre espinoso.

– No he oído nada al respecto -aseguró Marius.

Schiffer esbozó una sonrisa burlona.

– Desde el primer asesinato, el barrio no debe de hablar de otra cosa. Dinos lo que sepas, ganaremos tiempo.

El traficante cogió maquinalmente un paquete de Karo, los cigarrillos sin filtro locales, y sacó uno.

– Hermano, no sé de qué me hablas.

Schiffer se puso en pie y adoptó el tono de un charlatán de feria:

– Marek Cesiuz, emperador de la falsificación y la mentira, rey del tráfico y la trapisonda…

El Cifra soltó una carcajada estentórea que era también un rugido y clavó una mirada amenazante en su interlocutor:

– Desembucha, cabrón, antes de que pierda la paciencia.

El rostro del turco se endureció como si fuera de cristal. Irguió el cuerpo en el sillón y encendió el cigarrillo.

– No tienes nada, Schiffer. Ni una orden, ni un testigo, ni un indicio. Nada. Solo has venido a pedirme un consejo que no puedo darte. Te aseguro que lo siento. -Marius lanzó una larga bocanada de humo gris hacia la puerta-. Ahora, más vale que cojas a tu amigo, os marchéis y demos por zanjado este malentendido.

Schiffer se plantó en la maltratada moqueta, delante del escritorio.

– Aquí solo hay un malentendido, y eres tú. En este puto despacho todo es falso. Tus octavillas de los cojones. Te partes el pecho pensando en los últimos gilis que se pudren en las cárceles de tu país.

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