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El Imperio De Los Lobos


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25

– ¿Cómo te…?

– Tu pasión por la música. Para un musulmán como tú, el rock es una emanación de Satán. Si pudieras prenderle fuego a tu propia sala, no te lo pensarías dos veces. -Marius fue a levantarse, pero Schiffer volvió a sentarlo de un empujón-. Tus muebles atestados de papelajos, tus aires de hombre atareado… ¡Todo eso no oculta otra cosa que tus tráficos de negrero! -El viejo policía se acercó a la guillotina y acarició la cuchilla-. Y tú y yo sabemos que este juguete no te sirve más que para separar los ácidos que recibes en forma de pañuelos impregnados de LSD.-Schiffer abrió los brazos en un gesto de comedia musical e invocó al mugriento cielo raso-: ¡Oh, hermano mío, háblame de esas tres mujeres, antes de que ponga patas arriba tu despacho y encuentre con qué mandarte a Fleury para una larga temporada! -Marek Cesiuz no paraba de lanzar miradas a la puerta. El Cifra se colocó tras él y se inclinó hacia su oído-. Tres mujeres, Marius -recalcó masajeándole los hombros-. En menos de cuatro meses. Torturadas, desfiguradas y abandonadas en plena calle. Tú las trajiste a Francia. Entrégame sus fichas y nos largaremos.

Las lejanas pulsaciones del concierto llenaban el silencio. Parecía el corazón del turco latiendo en el vacío de su caja torácica.

– Ya no las tengo -murmuró.

– Por qué?

– Las he destruido. Tras la muerte de cada chica, hice desaparecer su ficha. Nada de huellas, nada de problemas.

Paul sintió crecer el miedo en su interior, pero agradeció la revelación. Por primera vez, el objeto de su investigación adquiría corporeidad. Las tres víctimas existían en tanto que mujeres: estaban cobrando vida ante sus ojos. Los Corpus eran inmigrantes ilegales.

Schiffer volvió a situarse frente al escritorio.

– Vigila la puerta -le dijo a Paul sin apartar la vista de Marius

– ¿C… cómo?

– La puerta.

Antes de que Paul pudiera reaccionar, Schiffer saltó sobre el turco y le aplastó la cara contra la esquina del escritorio. El hueso de la nariz crujió como una nuez entre los dientes de un cascanueces. El policía retirado le levantó la cabeza y la hizo chocar contra la pared. La sangre chorreaba por el rostro del turco.

– ¡Las fichas, cabrón!

Paul se abalanzó hacia Schiffer, pero este lo rechazó de un empujón. Paul se llevó la mano a la pistolera, pero la negra boca de un Manhurin 44 Magnum lo petrificó. El Cifra había soltado a Marius y desenfundado en un visto y no visto.

– Te he dicho que vigiles la puerta.

Paul estaba estupefacto. ¿De dónde salía aquella pipa? Marius había aprovechado la confusión para deslizarse en su sillón con ruedas y abrir un cajón.

– ¡A su espalda!

Schiffer giró en redondo y lanzó el cañón del Manhurin contra el rostro del turco. Marius dio una vuelta completa sobre el asiento y cayó de bruces sobre una pila de octavillas. El Cifra lo agarró de la camiseta y le clavó el cañón del arma bajo el mentón.

– Las fichas, turco de mierda. Si no, te juro que te mato.

Marek temblaba a sacudidas; la sangre burbujeaba entre sus dientes rotos, pero la expresión de regocijo no había desaparecido de su rostro. Schiffer enfundó y lo arrastró hasta la guillotina.

A su vez, Paul sacó la pistola y gritó:

– ¡Basta!

Schiffer levantó la cuchilla y colocó la mano derecha del turco debajo.

– ¡Dame las fichas, saco de mierda!

– ¡DETÉNGASE O DISPARO!

El Cifra ni siquiera lo miró. Empujó lentamente la cuchilla. La piel de las falanges se arrugó bajo el filo y la sangre manó en forma de pequeñas burbujas negras. Marius gritó, pero no tan fuerte como Paul:

– ¡¡¡SCHIFFER!!!

Tenía el arma agarrada con las dos manos y a Schiffer en el punto de mira. Tenía que disparar. Tenía…

La puerta se abrió violentamente a sus espaldas. Paul salió despedido hacia delante, rodó sobre sí mismo y quedó tumbado boca arriba, con la espalda contra el escritorio de hierro y la cabeza hacia la puerta.

Los dos gorilas iban a desenfundar cuando la sangre los salpicó. Un silbido de hiena llenó el despacho. Paul comprendió que Schiffer había acabado el trabajo. Apoyó una rodilla en el suelo y, agitando la pistola hacia los turcos, gritó:

– ¡Atrás!

Hipnotizados por la escena que se desarrollaba antes sus ojos, los guardaespaldas no se movieron. Temblando de pies a cabeza, Paul se levantó y les apuntó a la cara con el 9 milímetros…

– ¡Atrás he dicho, coño!

Les clavó el cañón en el pecho y, poco a poco, consiguió hacerlos retroceder hasta el umbral. Luego volvió a cerrar la puerta, apoyó la espalda contra la hoja y contempló al fin la pesadilla en acción.

Marius sollozaba de rodillas con la mano atrapada en la guillotina. La hoja no le había seccionado los dedos completamente, pero las falanges estaban a la vista, con la carne abierta sobre los huesos. Schiffer seguía agarrando el mango, con el rostro desfigurado por una mueca sardónica.

Paul enfundó el arma. Tenía que calmar a aquel loco. Iba a acercarse, cuando el turco tendió la mano sana hacia uno de los archivadores plateados, situado junto a la fotocopiadora.

– ¡Las llaves! -ladró Schiffer.

Marius intentó coger el manojo que llevaba colgado al cinturón. El Cifra se lo arrancó y fue pasando llaves delante de sus narices. El turco señaló la que abría la cerradura del archivador con un movimiento de cabeza.

El viejo policía puso manos a la obra. Paul aprovechó para liberar a su víctima. Levantó con cuidado la hoja, surcada de franjas rojizas. El turco se derrumbó al pie de la guillotina y se encogió en el suelo gimoteando:

– Hospital… hospital…

Schiffer se volvió con expresión de triunfo. Sostenía una carpe de cartón atada con una cinta. La abrió a toda prisa y encontró las fichas y las polaroid de las tres víctimas.

Paul seguía en estado de shock, pero comprendió que habían ganado.

26

Tornaron la salida de emergencia y corrieron hasta el Golf. Paul arrancó sin mirar y a punto estuvo de chocar con otro coche que pasaba en ese momento.

Apretó el acelerador, torció a la derecha y entro en la rue Lucien-Samapaix. No tardó en comprender que iba en dirección prohibida y dio otro volantazo, esta vez a la izquierda, para tornar el boulevard Magenta.

La ciudad temblaba ante sus ojos. Las lagrimas se aliaban con la lluvia del parabrisas para nublarle la vista. Apenas distinguía las luces de los semáforos, que sangraban como heridas tras la cortina de agua.

Pasó el primer cruce sin detenerse y luego el segundo, en medio de un estrépito de frenazos y bocinazos. Paró ante el tercer semáforo. Durante unos segundos, un zumbido llenó su cabeza; luego, supo lo que tenía que hacer.

Verde.

Aceleró sin desembragar, caló, soltó una maldición.

Iba a accionar la llave de contacto, cuando oyó la voz de Schiffer:

– ¿Adónde vas?

– A comisaría -farfulló Paul-. Estás detenido, pedazo de salvaje.

Al otro lado de la plaza, la estación del Este brillaba como un trasatlántico. Paul acababa de arrancar cuando Schiffer estiró la pierna y apretó el pedal del acelerador.

– Maldito hijo de…

Schiffer agarró el volante y tiró de él hacia la derecha. El coche se lanzó hacia la rue Sibour, una calleja en diagonal que bordea la iglesia de Saint-Laurent. El Cifra volvió a tirar del volante con una sola mano e hizo que el Golf saltara sobre la mediana del carril para bicicletas y chocara contra el bordillo de la acera.

Paul se clavó el volante en las costillas. Resolló, tosió y se cubrió de sudor. Cerró el puño y se volvió hacia su acompañante dispuesto a destrozarle la mandíbula.

La palidez de Schiffer lo disuadió. Había vuelto a envejecer veinte años. El perfil de su rostro se fundía con la línea del flácido cuello. Sus ojos se habían vuelto tan vidriosos que parecían transparentes. Tenía el rostro de un cadáver.

– ¡Es usted un loco peligroso! -barbotó Paul-. ¡Un jodido enfermo! Me voy a encargar personalmente de que le caiga el máximo. ¡Se pudrirá en la cárcel, torturador de mierda!

Sin dignarse responder, Schiffer sacó de la guantera un viejo plano de la ciudad y arrancó varias hojas para limpiarse la sangre de la chaqueta.

– No hay otra forma de tratar con esa escoria.

– Nosotros somos policías.

– Marius es basura. Controla a sus putas de aquí haciendo que mutilen a sus hijos allí, en su país. Un brazo, una pierna… Eso calma a las mamás turcas.

– Nosotros somos la ley.

Paul empezaba a recobrar el aliento y la calma. Su campo de visión se había aclarado: el muro de la iglesia, negro y sin vanos; las gárgolas, erguidas sobre sus cabezas como sendas horcas, y la incesante lluvia que saeteaba la oscuridad.

Schiffer hizo un rebujo con las hojas manchadas de sangre, bajó la ventanilla, las tiró y escupió fuera.

– Es demasiado tarde para deshacerte de mí.

– Si cree que responder de mis actos me asusta… Usted no me conoce. Acabará en chirona, aunque tenga que compartir celda con usted.

Schiffer encendió la luz del techo, abrió la carpeta del turco, que tenía sobre las rodillas, y sacó las fichas de las tres obreras: simples hojas volantes impresas en láser y grapadas a sendas polaroid. Arrancó las fotos y las repartió sobre el salpicadero, como si fueran cartas del tarot.

Luego se aclaró la garganta y preguntó:

– ¿Qué ves?

Paul no se inmutó. El resplandor de las farolas hacía brillar las fotografías encima del volante. Llevaba dos meses buscando aquellos rostros. Los había imaginado, dibujado, borrado y recomenzado cientos de veces. Ahora que los tenía enfrente sentía un miedo de novato.

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