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El Imperio De Los Lobos


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En compensación, se reservaba el cuarto punto: hacer una visita a Talat Gurdilek, el patrón de la primera víctima. Había que completar el trabajo de interrogatorio de los dueños de los talleres en los que trabajaban las mujeres, y faltaba Gurdilek

Y quinto punto, y único orientado a los asesinos propiamente dichos: lanzar una orden de búsqueda por el lado de lnmigración y los visados, para comprobar si, desde noviembre de 2001, habían llegado a Francia súbditos turcos conocidos por sus relaciones con la extrema derecha o la mafia. Lo que suponía revisar todas las llegadas procedentes de Anatolia de los últimos cinco meses, así como contrastarlas con la policía turca.

Schiffer, buen conocedor de los estrechos vínculos que unían a sus colegas turcos con los Lobos Grises, tenía escasa fe en aquella pista, pero había dejado hablar a su joven compañero, cegado por el entusiasmo.

En el fondo, no creía en ninguna de sus tácticas. pero se había mostrado paciente, porque tenía otra idea en la cabeza…

Había probado suerte de camino a la Île de la Cité, donde Nerteaux pretendía presentar su nuevo plan al juez Bomarzo. Schiffer le había explicado que el mejor modo de avanzar en esos momentos era trabajar por separado. Mientras Paul difundía el retrato robot y ponía en antecedentes a la tropa de las comisarías del Distrito Décimo, él podía ir a ver a Gurdilek y…

El joven capitán se había reservado la respuesta para después de la entrevista con el juez y, no contento con hacerlo esperar en un bar de enfrente del palacio de Justicia, lo había puesto bajo la vigilancia de un plantón. No había aparecido hasta más de dos horas después, hinchado como un pavo: Bomarzo le dejaba las manos libres para su pequeño plan Vigipirate. Era evidente que la perspectiva lo ponía de buen humor, porque ahora estaba de acuerdo en todo.

A las seis de la tarde, Nerteaux lo había dejado en el boulevard Magenta, cerca de la estación del Este, y le había dado cita para dos horas más tarde en el café Sancak, de la rue du Faubourg-Saint-Denis, donde se informarían mutuamente.

Ahora Schiffer caminaba por la rue de Paradis, ¡al fin solo! Libre, al fin… Aspirando el acre olor del barrio, sintiendo el magnetismo de «su» territorio. El final de jornada parecía un enfermo febril, demacrado y torpón. El sol depositaba en los escaparates partículas de luz, una especie de talco dorado, de una delicadeza siniestra, como el maquillaje de un embalsamador.

Avanzaba a buen paso, mentalizándose para enfrentarse con uno de los peces gordos del barrio: Talat Gurdilek. Un hombre que había desembarcado en París en los años sesenta, cuando solo tenía diecisiete, sin blanca, sin contactos, y ahora era dueño de una veintena de talleres y fábricas de confección en Francia y Alemania, además de una docena larga de tintorerías y lavanderías automáticas. Un reyezuelo con intereses en todos los estratos del barrio, oficiales y no oficiales, legales e ilegales. Cuando Gurdilek estornudaba, todo el barrio turco se acatarraba.

Schiffer llegó al 58 y empujó la puerta cochera. Avanzó por un lóbrego callejón partido en dos por un canalillo y flanqueado por talleres e imprentas ruidosos por igual, y desembocó en un patio rectangular con embaldosado de rombos. A la derecha, una escalerilla descendía a un largo foso que bordeaba una sucesión de semipelados jardincillos situados a media altura.

Schiffer adoraba aquel rincón del barrio oculto a las miradas, desconocido incluso para la mayoría de los vecinos del bloque; un corazón dentro del corazón, una trinchera que desbarataba todos los puntos de referencia, verticales y horizontales.

El pasillo acababa en una puerta de metal roñoso. Schiffer apoyó la mano: estaba caliente. Sonrió y golpeó con fuerza

Al cabo de un buen rato, un hombre abrió la puerta, que dejó escapar una nube de vapor. Schiffer se explicó someramente en turco. El portero se hizo a un lado y lo dejó pasar. El viejo policía advirtió que iba descalzo. Nueva sonrisa; allí no había cambiado nada, se dijo penetrando en la sauna.

La luz blanca le reveló el cuadro de costumbre: el pasillo alicatado de blanco, los gruesos tubos calorífugos suspendidos del techo, revestidos de una tela quirúrgica verde pálido; los regueros de lágrimas sobre los azulejos; las abombadas puertas de hierro que jalonaban los tramos, como puertas de caldera blanqueadas con cal viva…

Siguieron avanzando durante varios minutos. Schiffer, que ya tenía todo el cuerpo empapado en sudor, notaba que sus pies chapoteaban en los charcos. Tomaron otro pasadizo transversal con paredes de azulejos blancos y saturado de vapor. A la derecha, el hueco de una puerta dejaba ver un taller del que salía un formidable ruido de respiración.

Schiffer se tomó unos instantes para contemplar el espectáculo. Bajo un techo lleno de conducciones y respiraderos salpicados de luz, una treintena de obreras, con los pies descalzos y la boca protegida con mascarillas blancas, se afanaban sobre tinas o tablas de planchar. Los chorros de vapor silbaban con una cadencia regular y el aire estaba saturado de olor a detergente y alcohol.

Schiffer sabía que muy cerca, en algún punto bajo sus pies, la sala de bombeo del baño turco extraía el agua a más de ochocientos metros de profundidad, la hacía circular por las tuberías, desferruginada, clorada y caliente, antes de canalizarla hacia el baño propiamente dicho o hacia aquella tintorería clandestina. Gurdilek había tenido la buena idea de montar un taller lavandería pegado a su baño turco, de modo que se pudiera utilizar un solo sistema de canalización para dos actividades distintas. Una jugada de buen economista: allí no se malgastaba una gota de agua.

De paso, el viejo policía se regaló la vista observando a las mujeres, que tenían el rostro semioculto tras la mascarilla de algodón y la frente perlada de sudor. Las empapadas batas les moldeaban los pechos y las nalgas, grandes y temblonas, como a él le gustaban. Se dio cuenta de que tenía una erección. Lo tomó como un buen presagio y reanudó la marcha.

El calor y la humedad aumentaban a cada paso. Schiffer percibió un aroma particular, que se desvaneció tan deprisa como si lo hubiera soñado. Pero, unos metros más adelante, reapareció y se intensificó.

Esta vez estaba seguro.

Empezó a respirar a pequeñas bocanadas. Un intenso picor le atacó las fosas nasales y la garganta. Sensaciones contradictorias asaltaban su sistema respiratorio. Tenía la sensación de estar chupando un cubito de hielo y al mismo tiempo le ardía la boca. Aquel olor refrescaba y quemaba a la vez, atacaba y purificaba en la misma inspiración.

La menta.

Siguieron avanzando. El olor se convirtió en un río, un mar en el que nadaba Schiffer. Era peor aún de como lo recordaba. A cada paso se transformaba un poco más en saquito de infusión en el fondo de una taza. Un frío de iceberg paralizaba sus pulmones, mientras la cara le parecía una máscara de cera candente.

Cuando llegaron al final del pasadizo, estaba al borde de la asfixia. Ya solo respiraba mediante pequeñas bocanadas. Tenía la sensación de avanzar por el interior de un inhalador gigante. Consciente de que no estaba muy lejos de la realidad, penetró en la sala del trono.

Era una piscina vacía y poco profunda, rodeada de finas columnas blancas que se recortaban contra un borroso fondo de vapor; los bordes eran de azulejos de color azul Prusia, como en las viejas estaciones de metro. La pared del fondo permanecía oculta tras biombos de madera adornados con símbolos otomanos: lunas, cruces, estrellas…

En el centro de la piscina había un hombre sentado sobre un bloque de cerámica.

Grueso, pesado, con una toalla anudada a la cintura. Su rostro permanecía envuelto en la penumbra.

Su risa resonó sobre el silbido de las fumarolas.

La risa de Talat Gurdilek, el hombre de la menta, el hombre de la voz abrasada.

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En el barrio turco, todo el mundo conocía su historia.

Llegó a Europa en 1961, en el doble fondo de un camión cisterna, según el método clásico. En Anatolia, a él y sus compañeros les habían colocado encima una chapa de hierro, que a continuación habían fijado con pernos. Los pasajeros clandestinos debían permanecer tumbados, sin aire ni luz, durante todo el viaje, que duraba unas cuarenta y ocho horas.

El calor y la falta de aire no tardaron en agobiarlos. Luego, durante el paso de los puertos montañosos de Bulgaria, el frío, transmitido por el metal, les caló hasta los huesos. Pero el auténtico calvario empezó en las cercanías de Yugoslavia, cuando la cisterna, llena de ácido cádmico, empezó a rezumar.

Poco a poco, el ataúd de metal iba llenándose de vapores tóxicos procedentes del tanque. Los turcos gritaron, aporrearon y patearon la chapa que los aprisionaba, pero el camión continuó su ruta. Talat comprendió que no acudirían a liberarlos hasta que llegaran a destino, y que gritar y agitarse solo servía para aumentar los estragos del ácido.

Procuró no moverse y respirar lo más débilmente posible.

En la frontera italiana, los clandestinos se cogieron de la mano y rezaron. En la alemana, la mayoría estaban muertos. En Nancy, donde estaba prevista la primera descarga, el conductor descubrió treinta cadáveres empapados de orina y excrementos, con la boca abierta en el ansia de la muerte.

Solo había sobrevivido un adolescente. Pero tenía destrozado el sistema respiratorio. La tráquea, la laringe y las fosas nasales estaban irremediablemente quemadas: el chico no volvería a oler. Las cuerdas vocales estaban abrasadas: su voz ya no sería más que un débil carraspeo. En cuanto a la respiración, una inflamación crónica lo obligaría a respirar vahos húmedos y calientes de por vida.

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