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El Imperio De Los Lobos


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50

– ¿Distribuyo la foto a las patrullas?

Schiffer se cubrió de sudor frío.

– Ni se te ocurra. No se lo enseñes más que a los matasanos, con el retrato robot. ¿Entendido?

El silencio volvió a apoderarse de la línea.

Más que nunca, dos buceadores perdidos en las profundidades submarinas.

– ¿Y usted? -preguntó Nerteaux.

– Seguiré la segunda pista. Los de la DNAT se olvidaron de destruir la ropa de la antigua Sema. Un golpe de suerte. Esas prendas podrían conservar algún detalle, algún indicio, cualquier cosa que nos conduzca a la mujer inicial.

Schiffer consultó su reloj: medianoche. El tiempo apremiaba, pero no podía dejar ningún cabo suelto.

– Y, por tu parte, ¿nada nuevo?

– El barrio turco está patas arriba, pero de momento…

– La investigación de Naubrel y Matkowska, ¿no ha dado ningún fruto?

– Aún no.

La pregunta parecía haber sorprendido al chico. Debía de pensar que ya no le interesaba la pista de las cámaras de alta presión. Se equivocaba. El asunto del nitrógeno le había interesado desde el principio.

Al mencionarlo, Scarbon había añadido: «No soy submarinista». Pero él sí lo era. De joven, había pasado años buceando en el mar Rojo y el mar de China. Incluso se había planteado dejarlo todo y montar una escuela de submarinismo en la costa del Pacífico.

En consecuencia, sabía que las altas presiones no solo causan problemas de gas en la sangre, sino también un efecto alucinógeno, un estado de delirio que todos los submarinistas conocen con el nombre de borrachera de las profundidades.

Al comienzo de la investigación, cuando creían perseguir a un asesino en serie, aquel detalle lo había desconcertado: no veía por qué un asesino capaz de destrozarle la vagina a su víctima con cuchillas de afeitar perdería el tiempo en llenarle las venas de burbujas de nitrógeno. No encajaba. En cambio, en el contexto de un interrogatorio, el delirio de las profundidades tenía pleno sentido.

Uno de los fundamentos de la tortura consiste en alternar el frío y el calor. Hincharlo a hostias y a continuación ofrecerle un cigarrillo. Someterlo a descargas eléctricas y acto seguido darle un sándwich. En la mayoría de los casos, el sujeto se viene abajo precisamente en esos momentos de respiro.

Con la cámara de alta presión, los Lobos Grises se habían limitado a aplicar esa alternancia y llevarla al paroxismo. Tras atormentar a su víctima salvajemente, la habían sometido a un brusco aumento de presión para provocarle una relajación instantánea, una euforia súbita. Sin duda, esperaban que la violencia del contraste hiciera flaquear a su prisionera, o simplemente que su delirio hiciera las veces de suero de la verdad.

Detrás de aquella espeluznante técnica, Schiffer adivinaba la implacable mano de un maestro de ceremonias. Un artista de la tortura.

¿Quién?

– Las cámaras de alta presión no deben ser tan corrientes en París -murmuró Schiffer procurando ahuyentar su propio miedo.

– Los tenientes de la judicial no han descubierto nada. Han visitado las obras donde utilizan esos cacharros. Han hablado con los industriales que hacen pruebas de resistencia. Es un callejón sin salida.

Schiffer percibió un extraño matiz en el tono de Nerteaux. ¿Le estaba ocultando algo? No había tiempo para descubrirlo.

– ¿Y las máscaras antiguas? -preguntó.

– ¿Eso también le interesa? -volvió a extrañarse Paul.

– En vista del panorama, me interesa todo. Puede que uno de los Lobos tenga una obsesión, una chifladura especial. ¿Adónde te ha llevado esa pista?

– A ninguna parte. No he podido dedicarle tiempo. Ni siquiera sé si mi hombre ha encontrado otros sitios arqueológicos o…

– Nos llamamos dentro de dos horas -lo atajó Schiffer, dando por concluida la conversación-. Y apáñatelas para recargar el móvil.

Colgó el auricular. La imagen de Nerteaux pasó ante sus ojos como un relámpago. Cabello de indio, ojos del color de las almendras tostadas. Un madero de rostro demasiado fino, que no se afeitaba y se vestía de negro para parecer duro. Pero también un policía nato, a pesar de su ingenuidad.

Comprendió que le había cogido cariño. Incluso se preguntó si no se estaba ablandando, si había hecho bien metiéndolo en una investigación que ahora era «su» investigación. ¿Le habría contado demasiadas cosas?

Salió de la cabina y paró un taxi.

No. Se había guardado el as.

No le había revelado el hecho fundamental.

Saltó al interior del taxi y dio la dirección del Quai des Orfévres.

Ahora sabía quién era la Presa y por qué la buscaban los Lobos Grises.

Por lo mismo que él, que llevaba diez meses siguiéndole la pista.

48

Una caja rectangular de madera blanca, de setenta centímetros de largo y treinta de fondo, sellada con el cuño de cera roja de la República. Schiffer sopló sobre el polvo de la tapa con la certeza de que ahora las únicas pruebas de la existencia de Sema Gokalp estaban en el interior de aquel ataúd de recién nacido.

Sacó la navaja suiza, introdujo la hoja más fina bajo el sello, hizo saltar la costra roja y levantó la tapa. Lo envolvió una vaharada a moho. Apenas vio las prendas, se le hizo un nudo en la garganta: allí dentro había algo para él.

Instintivamente, lanzó una mirada por encima del hombro. Estaba en el sótano del palacio de Justicia, en la cabina protegida por una sucia cortinilla en la que los detenidos recién liberados comprueban que se les devuelven todos sus efectos personales.

El lugar ideal para exhumar un cadáver.

Lo primero que encontró fue una bata blanca y un gorrito de papel plisado: el uniforme reglamentario de las obreras de Gurdilek. Luego, la ropa de calle: una falda larga de color verde claro, una rebeca frambuesa de punto y una blusa de cuello redondo. Artículos de saldo, directamente salidos de los almacenes TATI.

Eran prendas occidentales, pero sus líneas, sus colores y sobre todo su combinación traían a la mente el atuendo de las campesinas turcas, que siguen llevando pantalones bombachos de color malva y blusas de color pistacho o amarillo limón. Schiffer se sintió invadido por un deseo siniestro, atizado por la idea de desnudez, de humillación, de pobreza explotada. El pálido cuerpo que imaginaba bajo aquellas prendas le crispaba los nervios.

Pasó a la ropa interior. Un sujetador color carne de talla pequeña; unas bragas negras, rozadas, deshilachadas, con visos que eran resultado del uso. Aquella lencería sugería medidas de adolescente. Schiffer pensó en los tres cadáveres: caderas anchas, pechos generosos. Aquella mujer no se había conformado con cambiar de rostro: se había esculpido un cuerpo de sílfide.

Continuó la inspección. Zapatos apergaminados, panties raídos, abrigo de borreguillo ralo. Los bolsillos estaban vacíos. Buscó en el fondo de la caja con la esperanza de que hubieran conservado aparte su contenido. Una bolsa de plástico transparente confirmó sus esperanzas. Un manojo de llaves, una tarjeta de metro, cosméticos importados de Estambul…

Examinó el llavero. Las llaves eran su pasión. Se conocía todos los tipos: llaves planas, llaves diamante, llaves de bombilla, de dientes activos… También era un hacha para las cerraduras, mecanismos que le recordaban los engranajes humanos, los que le gustaba violar, torcer, controlar.

Observó las dos llaves de la anilla. Una abría una cerradura de garganta, sin duda la de un hogar, una habitación de hotel o una vivienda miserable ocupada desde hacía tiempo por otros turcos. La segunda, plana, correspondía a un pestillo superior de la misma puerta. Nada de interés.

Schiffer ahogó una maldición: su botín era nulo. Aquellos objetos, aquellas prendas dibujaban el perfil de una obrera anónima. Casi demasiado anónima. Aquello apestaba a montaje, a caricatura.

Estaba seguro de que Sema Gokalp tenía un escondite. Alguien capaz de cambiar de rostro, de perder veinte kilos, de adoptar voluntariamente la existencia subterránea de una esclava, sabe guardarse las espaldas.

Schiffer recordó las palabras de Beauvanier: «Encontramos su pasaporte cosido a su falda». Palpó hasta la última prenda, dejando el forro del abrigo para el final. Al pasar los dedos a lo largo del dobladillo, notó un bulto. Un objeto duro, alargado, con dientes.

Desgarró la tela y meneó el abrigo.

Una llave aterrizó en la palma de su mano.

Una llave con la tija perforada y un numero grabado: 4C 32.

Cien contra uno a que es una consigna, pensó.

49

– No. Una consigna, no. Ahora se utilizan códigos.

Cyril Brouillard era un cerrajero genial. Jean-Louis Schiffer había descubierto su cartera en el escenario de un robo en el que habían abierto una caja fuerte considerada inviolable con virtuosismo. Personado en el domicilio del titular de la documentación, se encontró ante un joven de hirsuto pelo rubio y miope. «Con un nombre así, deberías concentrarte más», le había advertido devolviéndole la cartera. Schiffer hizo la vista gorda a cambio ele una litografía original de Bellmer.

– ¿Entonces, qué?

– Un self-stockage.

– ¿Cómo?

– Un guardamuebles.

Desde aquella noche, Brouillard no le negaba nada. Apertura de puertas para registros sin orden judicial; forzado de cerraduras para flagrantes delitos nocturnos; efracción de cajas fuertes para obtener documentos comprometedores… El chaval era una alternativa perfecta a las autorizaciones legales.

Vivía encima de su establecimiento, situado en la rue de Lancry, el taller de cerrajero que había montado con el producto de sus excursiones nocturnas.

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