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El Imperio De Los Lobos


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El hombre del impermeable recibió un disparo.

Mathilde se arrojó al suelo. Aún no había tocado las baldosas cuando comprendió que el fogonazo había salido del fusil. Rodó sobre los cascotes de yeso. En ese instante, una segunda evidencia iluminó su mente: Anna había sido la primera en disparar. Debía de tener una pistola automática escondida en el nicho.

Las detonaciones se multiplicaron. Mathilde encogió el cuerpo y se protegió la cabeza con los puños apretados. Las puertas de los nichos estallaban sobre ella y las urnas saltaban por los aires derramando su contenido. Cuando la ceniza empezó a cubrirla, no pudo reprimir un grito. Las balas silbaban en el aire saturado de nubes grises y rebotaban en las paredes. Entre la niebla, Mathilde veía las chispas que saltaban de las aristas de mármol, los filamentos de fuego que culebreaban por los escombros, los floreros que rebotaban en el suelo y rodaban lanzando reflejos plateados… El pasillo parecía un infierno sideral, sembrado de oro y hierro…

Mathilde se encogió cuanto pudo. Los proyectiles destrozaban nichos, troceaban flores y reventaban urnas, que derramaban su contenido por el embaldosado, mientras las balas se cruzaban sobre su cabeza. La psiquiatra cerró los ojos y, estremeciéndose a cada detonación, empezó a arrastrarse.

De pronto, el silencio se apoderó del pasillo.

Mathilde se inmovilizó y esperó varios segundos antes de abrir los párpados.

No se veía nada.

La galería estaba totalmente cubierta de cenizas, como tras una erupción volcánica. El tufo a cordita y el polvo en suspensión hacían irrespirable el aire.

Mathilde no se atrevía a moverse. Abrió la boca para llamar a Anna, pero se contuvo. No quería llamar la atención del asesino. Mientras trataba de pensar, se palpó el cuerpo y comprobó que no estaba herida. Volvió a cerrar los ojos y se concentró. A su alrededor no se movía ni respiraba nada, salvo los cascotes que seguían cayendo con un ruido amortiguado.

¿Dónde estaba Anna?

¿Dónde estaba el hombre?

Entrecerró los párpados y trató de distinguir alguna cosa. Al fin, a dos o tres metros de donde estaba, vio una lámpara que lanzaba una tenue luz. Había observado que las luces del techo guardaban unos diez metros de separación. Pero aquella, ¿cuál era? ¿La de la entrada del pasillo? ¿A qué lado estaba la salida? ¿A la derecha o a la izquierda?

Reprimió la tos, tragó saliva y se irguió sobre un codo procurando no hacer ruido. Empezó a gatear hacia la izquierda evitando los escombros, los casquillos, los charcos que había formado el agua de los floreros.

De pronto, la neblina se materializó ante ella. Una figura totalmente gris: el asesino.

Mathilde abrió los labios, se los aplastó. «Si gritas, te mato», leyó en los ojos inyectados de sangre que la miraban fijamente. Sintió el cañón de un revólver clavado en la garganta y parpadeó furiosamente a modo de asentimiento. El hombre retiró la mano lentamente. Mathilde seguía implorándole con una mirada de sumisión total.

En ese segundo, sintió una sensación inmunda. Acababa de ocurrir algo que la anonadaba aún más que el miedo a morir: se lo había hecho encima.

Se le habían relajado los esfínteres.

La orina y los excrementos le empapaban los panties y le resbalaban por los muslos.

El hombre la agarró del pelo y echó a andar arrastrándola por el suelo. Mathilde tuvo que morderse los labios para no gritar mientras atravesaban nubes de polvo removiendo cascotes, floreros y cenizas humanas.

Cambiaron de galería varias veces. Arrastrada con implacable brutalidad, Mathilde se deslizaba por el polvo con un chapoteo sordo. Agitaba las piernas, pero sus pataleos no producían ningún ruido. Abría la boca, pero de su garganta no salía ningún sonido. Sollozaba, gemía, jadeaba, pero la polvareda lo absorbía todo. A pesar del dolor, comprendía que el silencio era su mejor aliado. Aquel hombre la mataría al menor ruido.

La marcha se hizo más lenta. Mathilde sintió que la presión aflojaba. Luego, el hombre volvió a tirar con fuerza y empezó a subir una escalera. Mathilde se tensó. Una ola de dolor le irradió del cráneo y le inundó el cuerpo hasta la rabadilla. Era como si unas garras de acero le tiraran de la piel del rostro. Sus piernas, pesadas, empapadas, cubiertas de inmundicia, seguían agitándose. El hedor que ascendía de sus muslos la llenaba de vergüenza.

El hombre volvió a detenerse.

La pausa duró apenas un segundo, pero fue suficiente.

Mathilde retorció el cuerpo para ver lo que pasaba. La silueta de Anna se recortaba en la niebla. Sin hacer ruido, el hombre alzó el brazo y la encañonó.

Sobresaltada, Mathilde apoyó una rodilla en el suelo para avisar a Anna.

Demasiado tarde: el asesino apretó el gatillo, y un estallido ensordecedor llenó la cripta.

Pero no ocurrió lo previsible. La silueta explotó en mil pedazos y las nubes de ceniza descargaron un granizo afilado. El hombre lanzó un alarido. Mathilde se soltó, cayó de espaldas y rodó por las escaleras.

Comprendió lo que había ocurrido antes de aterrizar en el suelo. El asesino no le había disparado a Anna, sino a una puerta de cristal cubierta de polvo que devolvía la imagen de la chica. Mathilde cayó boca arriba y descubrió lo increíble. Al tiempo que golpeaba el suelo con la nuca, vio a Anna, gris y mineral, suspendida de los nichos destrozados. Los había estado esperando allí, como flotando sobre los muertos.

De pronto, saltó. Agarrada a la puerta de un nicho con la mano izquierda, balanceó el cuerpo con todas sus fuerzas y se arrojó sobre el hombre. En la otra mano tenía una puntiaguda astilla de cristal. El improvisado puñal se hundió con fuerza en el rostro del desconocido.

Cuando quiso encañonarla, Anna ya había retirado el cristal. El proyectil se perdió en la nube de polvo. Al segundo, Anna volvió a atacar. La astilla rasgó la sien de su enemigo y rechinó sobre el hueso. Otra bala atravesó el vacío. Anna ya se había arrojado contra la pared.

Frente, sienes, boca… La mujer volvió a la carga una y otra vez. El rostro del asesino se convirtió en un amasijo sangriento. Se tambaleó, dejó caer la pistola y agitó los brazos desesperadamente, como si lo acosara un enjambre de abejas asesinas.

Anna se dispuso a asestarle el golpe de gracia, cogió impulso y se arrojó sobre él. Los dos cuerpos rodaron por el suelo. La astilla de cristal se hundió en la mejilla derecha del hombre. Anna mantuvo la presión y le desgarró la carne hasta dejar al descubierto las encías.

Entretanto, Mathilde retrocedía ayudándose con los codos y gritando a pleno pulmón, sin poder apartar los ojos del salvaje combate.

Anna soltó el cristal y se levantó. Agitándose en el barrizal de sangre y ceniza, el hombre intentaba arrancarse la astilla de la órbita. Anna cogió el revólver del suelo y apartó las manos del agonizante. Luego agarró el cristal, lo retorció bajo el arco ciliar y lo arrancó de un tirón. Un ojo sanguinolento salió con él. Mathilde quiso apartar la vista, pero no pudo. Anna hundió el cañón de la pistola en la órbita vacía y apretó el gatillo.

56

De nuevo el silencio.

De nuevo el acre olor a ceniza.

Las urnas, desperdigadas por el suelo, con sus tapas labradas. Las flores de plástico, desparramadas y multicolores.

El cuerpo se ha derrumbado a unos centímetros de Mathilde, que esta cubierta de sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso. Uno de los brazos le toca una pierna, pero a la psiquiatra no le quedan fuerzas para apartarse. El corazón le bombea sangre con tan poca fuerza que cada intervalo entre dos latidos le parece el último.

– Hay que marcharse. Los guardas aparecerán de un momento a otro.

Mathilde alza los ojos.

Lo que ve le desgarra el corazón.

El rostro de Anna parece de piedra. El polvo de los muertos se ha acumulado sobre sus rasgos, que están surcados de grietas, como una tierra reseca. En contraste, tiene los ojos inyectados en sangre, como en carne viva.

Mathilde piensa en el ojo clavado a la astilla de cristal: va a vomitar.

Anna sostiene una bolsa de. deporte, que sin duda guardaba en el nicho.

– La droga está hecha una mierda -dice-. pero no queda tiempo para lamentaciones.

– ¿Quién eres, Dios mío? ¿Quién eres?

Anna deja la bolsa en el suelo y la abre.

– No nos habría hecho ningún regalo, créeme. -Saca unos fajos de dólares y euros de la bolsa, los cuenta rápidamente y vuelve a guardarlos-. Era mi contacto en París -explica-. Tenía que repartir la droga por toda Europa. El responsable de las redes de distribución.

Mathilde baja la vista hacia el cadáver. Ve una mueca negruzca en la que destaca un ojo abierto, clavado en el techo. Darle un nombre, a modo de epitafio.

– ¿Cómo se llamaba?

– Jean-Louis Schiffer. Un madero.

– ¿Tu contacto era policía? -Anna no responde. Busca en el fondo de la bolsa y saca un pasaporte, que hojea rápidamente. Mathilde sigue a vueltas con el muerto-: ¿Erais… compañeros?

– Él no me había visto nunca, pero yo sabía qué cara tenía. Teníamos una señal de reconocimiento. Un broche en forma de amapola. Y también una especie de contraseña: las cuatro lunas.

– ¿Qué quiere decir?

– Olvídalo.

Con una rodilla hincada en el suelo, Anna sigue buscando. Encuentra varios cargadores de pistola automática. Mathilde la observa con incredulidad. El rostro de la chica parece una máscara de barro seco; una cara cubierta de arcilla para un ritual. Sin un vestigio de humanidad.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunta Mathilde.

La joven se levanta y se saca una pistola de debajo del cinturón, sin duda el arma que guardaba en el nicho. Acciona el resorte de la empuñadura y saca el cargador vacío. Su seguridad trasluce los reflejos del entrenamiento.

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