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El Imperio De Los Lobos


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55

– Marcharme. En París no tengo futuro.

– ¿Adónde?

– A Turquía -responde Anna encajando un cargador lleno en el arma.

– ¿A Turquía?, Pero ¿por qué? Si vuelves allí, te encontrarán.

– Vaya donde vaya, me encontrarán. Tengo que cortar la fuente.

– ¿La fuente?

– La fuente del odio. El origen de la venganza. Tengo que regresar a Estambul. Sorprenderlos. No esperan que vuelva.

– ¿Quiénes? ¿De quién hablas?

– Los Lobos Grises. Tarde o temprano, conocerán mi nueva cara.

– ¿Y qué? Hay mil sitios donde esconderse.

– No. Cuando sepan qué cara tengo ahora, sabrán dónde buscarme.

– ¿Por qué?

– Porque su jefe ya la ha visto, en una situación totalmente distinta.

– No entiendo nada.

– Te lo repito: ¡olvida todo esto! Me perseguirán hasta su muerte. Para ellos no es un contrato corriente. Es una cuestión de honor. Los he traicionado. He violado mi juramento.

– ¿Qué juramento? ¿De qué hablas?

Anna pone el seguro y se desliza el arma bajo el cinturón, a la espalda.

– Soy de los suyos. Era una Loba.

Mathilde siente que se le corta la respiración y la sangre se le hiela en las venas. Anna se arrodilla junto a ella y la coge de los hombros. Su rostro no tiene color, pero cuando habla se le ve la lengua, casi fosforescente, entre los labios.

Una boca de res sacrificada.

– Estás viva y eso es un milagro -le dice con suavidad-. Cuando todo haya acabado, te escribiré. Te daré los nombres, las circunstancias, todo. Quiero que sepas la verdad, pero desde la distancia. Cuando yo esté a punto de acabar y tú a salvo.

Mathilde, aturdida, no responde. Durante unas horas -una eternidad- ha protegido a esa mujer como si fuera de su misma sangre. La ha convertido en su hija, su bebé.

Y en realidad es una asesina. Un ser violento y cruel.

En el fondo de su cuerpo despierta una sensación atroz. Un cieno que se remueve en un estanque de agua podrida. La verdosa humedad de sus entrañas vacías, abiertas.

De pronto, la idea de un embarazo la deja sin aliento.

Sí: esa noche ha parido un monstruo.

Anna se levanta y coge la bolsa de deporte.

– Te escribiré. Te lo juro. Te lo explicaré todo.

Y desaparece tras la cortina de cenizas.

Mathilde permanece inmóvil, con los ojos clavados en la galena desierta.

A lo lejos, las sirenas del cementerio empiezan a aullar.

DIEZ

57

– Soy Paul.

Un bufido al otro lado del hilo.

– ¿Sabes qué hora es?

Paul consultó el reloj: aún no eran las seis de la mañana.

– Lo siento. No me he acostado.

El bufido se convirtió en suspiro de cansancio.

– Qué quieres?

– Solo saber si Céline había recibido los dulces.

La voz de Reyna se endureció:

– Estás enfermo.

– ¿Los ha recibido o no?

– ¿Para eso me llamas a las seis de la mañana?

Paul golpeó el cristal de la cabina telefónica. Su móvil seguía descargado.

– Dime solamente si se ha alegrado. ¡Hace diez días que no la veo!

– Lo que le ha gustado han sido los tíos de uniforme que los han traído. No ha hablado de otra cosa en todo el día. ¡Mierda! Todo ese recorrido ideológico para acabar aquí. Con maderos de niñeras…

Paul se imaginó a su hija arrobada ante los galones de plata, recibiendo con ojos chispeantes las golosinas que le llevaban los agentes. La imagen le calentó el corazón.

– Llamaré dentro de dos horas, antes de que se vaya al cole -prometió en un arranque de buen humor.

Reyna colgó sin despedirse.

Paul salió de la cabina y aspiró una gran bocanada de aire nocturno. Estaba en la place du Trocadéro, entre los museos del Hombre y de la Marina y el teatro de Châillot. Una fina lluvia chispeaba sobre la explanada central, rodeada de vallas y en visible restauración.

Siguió el pasillo que formaban las vallas y cruzó la explanada. La llovizna depositaba una película de aceite sobre su rostro. La temperatura, demasiado benigna para la época, le hacía sudar bajo la parka. El mal tiempo concordaba con su humor. Se sentía sucio, viejo, vacío, con un sabor a cartón piedra en la boca.

Desde la conversación telefónica con Schiffer, a las once de la noche, seguía la pista de los cirujanos plásticos. Tras aceptar el nuevo giro de la investigación -una mujer con el rostro operado, perseguida al mismo tiempo por los hombres de Charlier y los Lobos Grises-, había ido a la sede del Colegio de Médicos, en la avenue Friedland, en el Distrito Octavo, en busca de matasanos que hubieran tenido problemas con la justicia. «Rehacer una cara nunca es inocente», había dicho Schiffer. En consecuencia, había que buscar un cirujano sin escrúpulos. Paul decidió empezar por los que tenían antecedentes judiciales.

Se presentó en los archivos sin dudar en convocar en plena noche al responsable del servicio para que lo ayudara. Resultado: más de seiscientos expedientes solo para los departamentos de Île-de-France en los últimos cinco años. ¿Cómo actuar ante semejante lista? A las dos de la mañana, Paul llamó a Jean-Philippe Arnaud, presidente de la Asociación de Cirujanos Plásticos, para pedirle consejo. En respuesta, el adormilado galeno le dio tres nombres: virtuosos con mala reputación que podrían haber aceptado aquella operación sin hacer demasiadas preguntas.

Antes de colgar, Paul le había preguntado sobre los demás cirujanos reparadores -las «figuras respetables»-. A regañadientes, Arnaud añadió otros siete nombres, precisando que aquellos facultativos -conocidos y reconocidos-jamás se habrían lanzado a semejante intervención. Paul escuchó sus comentarios y le dio las gracias. Eran las tres de la mañana y tenía una lista de diez nombres. La noche no había hecho más que empezar.

Se detuvo al otro lado de la explanada del Trocadéro, entre los edificios de los dos museos, frente al cauce del Sena. Sentado en la escalinata, se dejó ganar por la belleza del espectáculo. Los jardines desplegaban sus terrazas, fuentes y estatuas en una escenografía mágica. El puente de Iéna lanzaba manchas de luz sobre el río en dirección a la Torre Eiffel, en la orilla opuesta, que parecía un enorme pisapapeles de hierro. A su alrededor, los sombríos edificios del Campo de Marte dormían envueltos en un silencio de templo. El conjunto evocaba un recóndito reino del Tíbet, un maravilloso Xanadú situado en los confines del mundo conocido.

Paul dejó afluir los recuerdos de las últimas horas.

Primero, había intentado hablar con los cirujanos por teléfono. Pero la primera llamada lo había convencido de que perdía el tiempo: le habían colgado a la primera de cambio. Además, su prioridad era enseñarles las fotografías de las víctimas y la de Anna Heymes, que Schiffer le había dejado en la comisaría de Louis-Blanc.

En consecuencia, se había presentado en casa del cirujano «sospechoso» que vivía más cerca, en la rue Clément-Marot. De origen colombiano y millonario, el médico, según Arnaud, tenía fama de haber operado a la mitad de los «padrinos» de Cali y Medellín. Su reputación de habilidad era inmensa Se aseguraba que podía operar con la mano derecha o con la izquierda indiferentemente.

A pesar de la hora, el artista no se había acostado, o al menos no dormía. Paul lo había interrumpido en pleno retozo erótico en la perfumada penumbra de su vasto loft. No le había visto el rostro con claridad, pero era evidente que las fotos no le decían nada.

La segunda dirección correspondía a una clínica situada en la rue Washington, al otro lado de los Campos Elíseos.

Paul había llegado justo cuando el cirujano se disponía a iniciar una intervención urgente sobre un gran quemado y había jugado sus cartas: carnet tricolor, unas palabras sobre el asunto y los retratos. El matasanos ni siquiera se había quitado la mascarilla quirúrgica. Había negado con la cabeza y se había vuelto hacia su achicharrado paciente. Paul recordaba el comentario de Arnaud: el colombiano cultivaba piel humana artificialmente. Se decía que, tras quemar las yemas de los dedos, podía modificar las huellas digitales para completar el cambio de identidad del criminal de turno…

Paul volvió a lanzarse a las calles.

El tercer cirujano dormía plácidamente en su piso de la avenue d'Eylau, cerca del Trocadéro. Otra celebridad, a la que se atribuían intervenciones a las mayores estrellas del mundo del espectáculo. Pero nadie sabía «quiénes» ni «qué» había operado. Se rumoreaba que también él se había cambiado la cara tras sus devaneos con la justicia de su país de origen, Sudáfrica.

Lo había recibido en actitud desafiante, con las dos manos metidas en los bolsillos del batín, como un pistolero listo para desenfundar. Tras observar las fotografías con repugnancia, su respuesta había sido categórica: «No la he visto jamás».

Paul había salido de aquellas tres visitas como de una profunda apnea. A las seis de la mañana se había sentido repentinamente falto de signos familiares, de referencias tranquilizadoras. Por eso había llamado a su única familia, o a lo que quedaba de ella. La llamada no lo había reconfortado. Reyna seguía viviendo en otro planeta. Y, en las profundidades de su sueño, Céline estaba a años luz de su propio universo. Un mundo en el que los asesinos introducían roedores vivos en el sexo de las mujeres, en el que los policías cortaban falanges para obtener confesiones…

Paul alzó la vista. El espectro de la aurora se recortaba contra el cielo como la curva de un astro lejano. Poco a poco, la ancha franja malva fue adquiriendo un tono rosado y destilando un color de azufre en lo alto de su arco, que empezaba a cubrirse de brillantes partículas blancas. La mica del día…

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