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El Imperio De Los Lobos


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61

Cuando Paul dio por concluido su relato, el alto funcionario parecía totalmente noqueado.

– ¿Por eso ha venido Charlier? -preguntó al cabo de un minuto largo.

– Y Beauvanier. Están pringados hasta las cejas. Han venido a asegurarse de que Schiffer está bien muerto. Pero queda Anna Heymes. Y Charlier tiene que encontrarla antes de que hable. La eliminará en cuanto le ponga la mano encima. Va detrás de la misma liebre que usted.

Amien se colocó frente a Paul y se quedó inmóvil. Su expresión tenía la dureza de la piedra.

– Charlier es cosa mía. ¿Qué tiene usted para localizar a esa mujer?

Paul miraba las sepulturas a su alrededor. Un retrato amarillento en un marco oval. Una plácida Virgen, envuelta en un lánguido manto, miraba hacia un lado. Un Cristo taciturno de tonos broncíneos… En todo aquello había algún detalle que le decía algo, pero no sabía qué.

– ¿Qué pista tiene? -insistió Amien sacudiéndole el brazo con brusquedad-. La muerte de Schiffer le caerá encima como una losa. Como policía, está usted acabado. A menos que encontremos a la chica y saquemos el asunto a la luz. Con usted en el papel de héroe Le repito la pregunta: ¿qué pista tiene?

– Quiero seguir con la investigación personalmente -repuso Paul.

– Deme la información. Luego ya se verá.

– Quiero su palabra de honor.

– ¡Hable, por amor de Dios! -exclamó Amien, exasperado.

Paul volvió a abarcar los monumentos funerarios con la mirada: el desgastado rostro de la Virgen, la alargada cabeza del Cristo, el retrato oval de tonos sepia… De pronto, comprendió el mensaje: caras. El único modo de encontrarla.

– Se ha operado la cara -murmuró-. Cirugía estética. Tengo una lista de los cirujanos que podrían haber realizado la operación en París. Ya he hablado con tres. Deme lo que queda de hoy para hablar con los demás.

– ¿Eso…? ¿Eso es todo lo que tiene? -preguntó Amien con la decepción pintada en el rostro.

Paul se acordó de la empresa de conservas de fruta, de sus vagas sospechas respecto a Azer Akarsa. Si aquel cabrón estaba implicado en la serie de asesinatos, lo quería para él solo.

– Sí -mintió-, es todo. Y no es poco. Schiffer estaba convencido de que el cirujano nos llevaría hasta la chica. Déjeme comprobar si estaba en lo cierto.

Amien apretó las mandíbulas: ahora parecía un depredador. Apuntó con el dedo sobre el hombro de Paul.

– La estación de metro Alexandre-Dumas está detrás de usted, a cien metros. Desaparezca. Le doy hasta mediodía para encontrarla. -Paul comprendió que el alto funcionario lo había llevado allí con toda intención. Pensaba proponerle aquel trato desde un principio. Amien le metió una tarjeta de visita en el bolsillo-. Mi móvil. Encuéntrela, Nerteaux. Es su única posibilidad de salir de esta. Si no, dentro de unas horas la presa será usted.

63

Paul no cogió el metro. Ningún policía digno de ese nombre viaja en metro.

Corrió hasta la place Gambetta siguiendo la tapia del cementerio y recuperó su coche, estacionado en la rue Emile-Landrin. Sacó el viejo mapa de París manchado de sangre y releyó la lista de los últimos cirujanos.

Siete.

Desperdigados por cuatro distritos de París y dos ciudades del extrarradio.

Señaló las direcciones con sendos círculos en el plano y trazó el itinerario más rápido para interrogarlos uno tras otro, partiendo del Distrito Vigésimo.

Cuando estuvo seguro del camino a seguir, colocó el faro giratorio en el techo del Golf y arrancó concentrado en el primer nombre. Doctor Jêrome Chéret.

Rue Rocher, 18, Distrito Octavo.

Puso rumbo hacia el oeste, remontó el boulevard de la Villette, el de Rochechuart y, por último, el de Clichy. Iba exclusivamente por los carriles reservados a los autobuses, invadía los de bicicletas, se subía a las aceras e incluso circuló en dirección prohibida en dos ocasiones.

Cerca del boulevard de Batignolles, redujo la velocidad y llamó a Naubrel.

– ¿Cómo va?

– Estoy saliendo de Empresas Matak. Me he compinchado con los chicos de Higiene. Una visita sorpresa.

– ¿Y?

– Una nave completamente blanca, impecable. Un auténtico laboratorio. He visto la cámara de alta presión. Limpia como una patena: inútil buscar la menor huella. También he hablado con los ingenieros…

Paul se había imaginado un edificio industrial abandonado y roñoso, donde las víctimas gritarían en vano. Pero, de pronto, la idea de un lugar inmaculado le pareció más adecuada.

– ¿Has interrogado al responsable? -lo atajó.

– Sí. Con tacto. Un francés. Parece tan limpio como todo lo demás.

– ¿Y más arriba? ¿Te has remontado hasta los propietarios turcos?

– La empresa pertenece a una sociedad anónima, YALIN S.A., que a su vez forma parte de un holding registrado en Ankara. Ya he contactado con la Cámara de Comercio de…

– Espabila. Consigue la lista de accionistas. Y ten en mente el nombre de Azer Akarsa.

Paul colgó y consultó su reloj: hacía veinte minutos que había salido del cementerio.

En el cruce de Villiers dio un volantazo a la izquierda, se metió en la rue Rocher y paró la sirena y el faro.

Eran las once y veinte cuando hacía sonar el timbre de Jêrome Chéret. Le hicieron pasar por una puerta falsa para no asustar a la clientela. El médico lo recibió discretamente en la antesala del quirófano.

– Solo quiero que le eche un vistazo a esto -le dijo Paul tras una breve explicación.

Esta vez se limitó a dos documentos: el retrato robot de Sema y el nuevo rostro de Anna.

– ¿Es la misma? -preguntó el cirujano con indisimulada admiración-. Un trabajo excelente.

– ¿La conoce o no?

– Ni a la una ni a la otra. Lo siento.

Paul bajó corriendo la escalera de alfombra roja y molduras blancas.

Una tachadura en el plano y a por el siguiente. Eran las doce menos veinte.

Doctor Thierry Dewaele.

Rue Phalsbourg, 22, Distrito Decimoséptimo.

Un edificio parecido, preguntas parecidas, respuestas parecidas. A las doce y cuarto, cuando volvía a accionar la llave de contacto, sonó el móvil en el interior de su bolsillo. Un mensaje de Matkowska: lo había llamado durante la breve entrevista con Dewaele. Al parecer, tras los espesos muros del ricachón no había cobertura. Paul llamó al teniente de inmediato.

– Tengo novedades sobre las esculturas antiguas -dijo el de la judicial-. Unas ruinas donde hay cabezas de gran tamaño. Tengo fotos. Las estatuas tienen grietas… distribuidas de un modo muy parecido a los cortes de los rostros de las víctimas… -Paul cerró los ojos. No sabía qué lo exaltaba más, si estar cada vez más cerca de un asesino demente o haber tenido razón desde el principio- -. Son cabezas de dioses -siguió diciendo Matkowska con voz temblorosa-, mitad griegas, mitad persas, que datan de principios de la era cristiana. El santuario de un rey, en la cima de una montaña, al este de Turquía.

– ¿Dónde, exactamente?

– Al sudeste. Cerca de la frontera con Siria.

– Dame nombres de ciudades importantes.

– Espere. -Paul oyó ruido de papeles y a Matkowska maldiciendo por lo bajo. Se miró las manos: no le temblaban. Se sentía preparado, como envuelto en capas de hielo-. Aquí esta. Tengo e! mapa. Las ruinas de Nemrut Dag están cerca de Adiyaman y de Gaziantep.

Gaziantep. Otra coincidencia que apuntaba hacia Azer Akarsa. «Es dueño de inmensos vergeles en su región natal, cerca de Gaziantep», había dicho Ali Ajik. Esos vergeles, ¿estarían situados al pie mismo de la montaña de las estatuas? ¿Habría crecido Akarsa a la sombra de aquellas cabezas de coloso?

Paul volvió al punto esencial. Necesitaba que se lo confirmaran de viva voz.

– Y esas cabezas, ¿recuerdan realmente los rostros de las víctimas.?

– Es alucinante, capitán. Los mismos agujeros, los mismos tajos… Hay una estatua, la de Commagene, una diosa de la fertilidad, que se parece horrores a la cara de la tercera víctima. Sin nariz, con la barbilla limada… He colocado una imagen encima de la otra. Las grietas de la erosión coinciden al milímetro con los cortes. No sé lo que significa eso, pero me ha puesto los pelos de punta…

Paul sabía por experiencia que, tras un largo túnel, los indicios decisivos podían encadenarse en el espacio de unas horas. La voz de Ajik, de nuevo: «Está obsesionado por el esplendoroso pasado de Turquía. Tiene su propia fundación, que financia trabajos de arqueología».

¿Costearía el golden boy trabajos de restauración en aquel sitio en concreto? ¿Tendría algún interés personal en aquellos rostros milenarios?

Paul se detuvo, respiró hondo y se hizo la pregunta esencial: ¿sería Azer Akarsa el asesino principal, el jefe del comando? Su pasión por la escultura antigua, ¿podía llegar a expresarse a través de actos de tortura y mutilación? Era demasiado pronto para ir tan lejos. Paul aparcó la teoría en el fondo de su mente y ordenó:

– Concéntrate en esos monumentos. Intenta averiguar si ha habido trabajos de restauración recientemente. Y, si es así, entérate de quién los financió.

– ¿Tiene alguna idea?

– Sí, tal vez una fundación, pero no sé cómo se llama. Si das con un instituto, consigue su organigrama y consulta la lista de los principales donantes, de los responsables. Busca en particular el nombre de Azer Akarsa.

Paul tuvo que volver a deletrearlo. Esta vez, con la sensación de que entre las letras saltaban chispas, como puntas de sílex.

– ¿Es todo? -preguntó el teniente.

– No -dijo Paul sin aliento-. Comprueba también los visados concedidos a ciudadanos turcos desde el pasado noviembre. A ver si aparece Akarsa.

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