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El Imperio De Los Lobos


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Sema corta la conexión y hace su balance personal de los acontecimientos. En la columna de aspectos positivos, la supervivencia de Clothilde y la convocatoria de Charlier por parte del juez. A un plazo más o menos largo, el policía antiterrorista tendrá que responder de todos esos muertos, así como del «suicidio» de Laurent Heymes… En la columna negativa, Sema solo coloca un hecho, que no obstante anula cualquier otro.

Azer Akarsa sigue en carrera.

Y esa amenaza la reafirma en su decisión.

Tiene que encontrarlo y luego descubrir, más arriba aún, quién le encargó el trabajo. Ignora su nombre, siempre lo ha ignorado, pero sabe que acabará arrojando luz sobre toda la pirámide.

En estos momentos, solo tiene una certeza: Akarsa volverá a Turquía. Puede que ya esté de vuelta. Seguro entre los suyos. Protegido por la connivencia de la policía y el poder político.

Coge el abrigo y abandona la habitación.

Es en su memoria donde encontrará el camino que lo llevará hasta él.

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En primer lugar, Sema va al puente de Galata, no muy lejos del hotel. Durante largo rato contempla la vista más famosa de la ciudad, al otro lado del canal del Cuerno de Oro. El Bósforo y sus barcos; el barrio de Eminönü y la Mezquita Nueva; sus azoteas de piedra, que sobrevuelan las palomas; las cúpulas y las flechas de los minaretes, de los que se elevaba la voz de los muecines cinco veces al día.

Un cigarrillo.

No se siente turista, pero sabe que la ciudad -su ciudad- puede proporcionarle un indicio, una iluminación que le permita recuperar toda la memoria. Por el momento, ve alejarse el pasado de Anna Heymes, sustituido poco a poco por impresiones vagas y sensaciones confusas relacionadas con su cotidianidad de traficante. Jirones de un oficio oscuro, sin puntos de referencia, sin el menor detalle susceptible de convertirse en una pista para encontrar a sus antiguos «hermanos».

Coge un taxi y pide al conductor que la pasee por la ciudad, al azar. Habla turco sin el menor acento ni la menor vacilación. El idioma brotó de sus labios en cuanto necesito usarlo, como un agua que fluyera en su interior. Entonces, ¿por qué piensa en francés? ¿Un efecto del condicionamiento psíquico? No: es una familiaridad anterior a toda la historia. Un elemento constitutivo de su personalidad En algún momento de su vida, de su formación, se produjo ese extraño injerto…

Con la cara vuelta hacia el cristal, observa cada detalle: el rojo de la bandera turca, con la media luna y la estrella de oro, que marca la ciudad como un sello de cera; el azul de las fachadas y de los monumentos de piedra, ennegrecido, estriado por la contaminación; el verde de los tejados y de las cúpulas de las mezquitas, que fluctúa entre el jade y el esmeralda a la luz del sol.

El taxi bordea una muralla: Hatun caddesi. Sema lee los nombres de los letreros: Aksaray Kücükpazar, Carsamba… Resuenan en su mente de forma vaga, pero no le suscitan ninguna emoción particular, ningún recuerdo nítido.

Sin embargo, siente como nunca que cualquier cosa -un monumento, el rótulo de una tienda, el nombre de una calle- bastaría para remover esas arenas movedizas, para sacar a flote los bloques de memoria hundidos en las profundidades de su mente. Como esos restos de naufragio que basta rozar para que asciendan lentamente a la superficie…

– Devam edelim mi? -le pregunta el taxista.

– Evet .

Haseki. Nisanca. Yenikapi…

Otro cigarrillo.

Los ruidos del tráfico, el ajetreo de los transeúntes… La agitación de la ciudad llega a su apogeo allí. Sin embargo, lo que domina es una sensación de placidez. La primavera hace temblar sus sombras sobre el tumulto. Una luz pálida ciñe un aire de chatarrería. Sobre Estambul flota un moaré plateado, una especie de pátina gris que anula cualquier violencia. Hasta los árboles tienen algo de gastado, de ceniciento, que se comunica a todo y aligera el alma…

De pronto, una palabra de un letrero atrae su atención. Unas sílabas sobre fondo rojo y oro.

– Lléveme a Galatasaray -le ordena al taxista.

– ¿Al liceo?

– Sí, al liceo. A Beyoglu.

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Una gran plaza, en los confines del barrio de Taksim. Bancos, banderas, hoteles internacionales. El taxista se detiene a la entrada de una avenida peatonal.

– Llegará antes andando -le explica-. Coja la Istiklal caddesi. A unos cien metros…

– Sí, ya sé.

Tres minutos más tarde, Sema llega a la enorme verja del liceo, que se halla celosamente protegido por sombríos jardines. Entra y se sumerge en un auténtico bosque. Abetos, cipreses, plátanos de Oriente, tilos: sables vivos, matices aterciopelados, bocas de sombra… A veces, un trozo de corteza apunta un gris, incluso un negro. Otras, una copa o un ramaje tienen un trazo claro, una gran sonrisa pastel. Y en otros casos, arbustos secos, casi azules, ofrecen una transparencia de calco. Todo el espectro vegetal desplegado en un mismo lugar.

Más allá de los árboles, se adivinan fachadas amarillas, rodeadas de patios de recreo y campos de deporte: los edificios del liceo. Sema se detiene y, al amparo de los árboles, observa. Muros del color del polen. Suelos de cemento de un tono neutro. Las siglas del liceo, una S sobre una G, rojo sobre oro, destacan en los chalecos azul marino de los alumnos que deambulan.

Pero, sobre todo, escucha las voces. Un rumor idéntico en todas las latitudes: la alegría de los niños liberados de la escuela. Es mediodía, la hora de la salida de clase.

Más que un ruido familiar, es una contraseña, un toque de llamada. De pronto, las sensaciones la rodean, la abrazan… Embargada por la emoción, Sema se sienta en un banco y deja que las imágenes del pasado acudan a ella.

Primero, su pueblo, en la lejana Anatolia. Bajo un cielo sin límites ni piedad, casitas de adobe, agarradas a las laderas de la montaña. Llanuras temblorosas, hierbas altas. Sobre las escarpadas crestas, rebaños de ovejas trotando oblicuamente, grises como papel sucio. Luego, en el valle, hombres, mujeres, niños que viven como piedras, gastados por el sol y el frío…

Más tarde. Un campo de entrenamiento: un balneario abandonado, cercado de alambre de espino, en algún lugar de la región de Kayseri. El día a día de adoctrinamiento, de formación, de ejercicios. Mañanas leyendo Las nueve luces de Alpaslan Türkes, rumiando los preceptos nacionalistas, viendo películas mudas sobre la historia de Turquía. Horas iniciándose en los rudimentos de la ciencia balística, aprendiendo la diferencia entre explosivos detonantes y deflagrantes, disparando con el fusil de asalto, manejando armas blancas…

Después, de la noche a la mañana, el liceo francés. Todo cambia. Un entorno suave y refinado. Pero puede que sea aún peor. Ella es la campesina. La hija de las montañas entre los hijos de buena familia. También es la fanática. La nacionalista aferrada a su identidad turca, a sus ideales, entre estudiantes burgueses, izquierdistas, que sueñan con convertirse en europeos…

Es allí, en Galatasaray, donde se apasiona por el francés hasta el punto de superponerlo, en su mente, a su lengua natal. Todavía oye el dialecto de su infancia, sílabas toscas y desnudas, suplantadas poco a poco por aquellas palabras nuevas, por aquellos poemas, por aquellos libros que empiezan a matizar hasta el último de sus razonamientos y a caracterizar cada idea nueva. El mundo, literalmente, se volvió francés.

Luego llega la época de los viajes. El opio. Los cultivos de Irán, erigidos en terrazas sobre las mandíbulas del desierto. Los dameros de adormideras de Afganistán, alternando con los campos de legumbres y trigo. Ve fronteras sin nombre, sin línea definida. Polvorientas tierras de nadie sembradas de minas y frecuentadas por despiadados contrabandistas. Recuerda las guerras. Los tanques, los Stinger… Y los rebeldes afganos jugando al buskachi con la cabeza de un soldado soviético.

También ve los laboratorios. Barracones llenos de hombres y mujeres con mascarillas de tela, en los que el aire es irrespirable. Polvo blanco y vapores de ácido; morfina base y heroína refinada… Empieza el auténtico trabajo.

Es ahora cuando se precisa el rostro.

Hasta ese momento, su memoria había trabajado en una sola dirección. En todas las ocasiones, los rostros han desempeñado el papel de detonadores. La cara de Schiffer bastó para revelarle sus últimos meses de actividad: la droga, la huida, el escondite. La sonrisa de Azer Akarsa fue suficiente para hacer surgir los hogares, las reuniones nacionalistas, los hombres alzando el puño con el índice y el meñique levantados, ululando agudos «yuyus» o gritando: «Türkes basbugl». Y le ha revelado su identidad de Loba.

Pero ahora, en los jardines de Galatasaray, se produce el fenómeno inverso. Sus recuerdos revelan un personaje leitmotiv que aparece en cada fragmento de su memoria. Primero, un niño regordete, en la época del pueblo. Luego, un adolescente torpe, en el liceo francés. Más tarde, un compañero de trapicheos. En los laboratorios clandestinos, es la misma figura regordeta, vestida con bata blanca, la que le sonríe.

Al cabo de los años, el niño se ha hecho hombre a su lado. Un hermano de sangre. Un Lobo Gris con quien lo ha compartido todo. Ahora que se concentra, el rostro gana en nitidez. Facciones sonrosadas bajo rizos del color de la miel. Ojos azules como dos turquesas entre las piedras del desierto.

De pronto, surge un nombre: Kürsat Milihit.

Se levanta y se decide a entrar en el liceo. Necesita la confirmación.

Sema se presenta ante el director como periodista francesa y le explica el tema de su reportaje: los antiguos alumnos de Galatasaray que se han convertido en celebridades en Turquía.

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