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El Imperio De Los Lobos


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17

Anna le lanzó otra rápida mirada. Ahora ya no estaba tan segura… Pero el eco de la angustia y el malestar persistían. La oscura sensación de que, como Laurent, aquel hombre había recurrido a la cirugía estética para modificarse el rostro. Era el rostro que recordaba y al mismo tiempo no lo era…

El hombre volvió a sonreír y posó en ella sus soñadores iris. Pagó y desapareció tras murmurar un «adiós» apenas audible.

Anna, petrificada por el estupor, permaneció inmóvil largo rato. Nunca había tenido una crisis tan violenta. Era como si expiara todas las esperanzas de esa mañana. Como si, después de haberse creído en vías de curación, debiera tener una recaída. Se sentía como esos presos que, tras una fuga fallida, se. ven en el fondo de un agujero, a varios metros bajo tierra.

El carillón volvió a sonar.

– ¡Hola!

Clothilde cruzó la sala chorreando agua y cargada de enormes paquetes y desapareció en la trastienda dejando tras de sí una estela de frescor.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó reapareciendo momentos después-. Cualquiera diría que has visto un fantasma…-Anna no respondió. Las ganas de vomitar y las de llorar se disputaban su garganta- ¿Te ha ocurrido algo? -insistió Clothilde.

Anna, aturdida, la miró. Al cabo de unos instantes, se levantó y murmuró:

– Necesito tomar el aire.

16

Fuera arreciaba el chaparrón. Anna se sumergió en la tormenta y se dejó llevar por las rachas de viento húmedo y las ráfagas de lluvia. A través de su desconcierto, veía naufragar París, que derivaba bajo las grises estrías. Sobre los tejados, las nubes se perseguían como olas; las fachadas de los edificios chorreaban agua; las cabezas esculpidas de los balcones y las ventanas parecían rostros de ahogados, verdosos o azulados, sepultados por la marca del cielo.

Subió la rue du Faubourg-Saint-Honoré, torció a la izquierda en la avenue Hoche y continuó hasta el parque Monceau. Avanzó a lo largo de la verja negra y dorada de los jardines y tomó la rue Murillo.

El tráfico era intenso. Los coches zumbaban chorros y relámpagos. Los motoristas encapuchados evolucionaban como pequeños Zorros de caucho. Los peatones luchaban contra el temporal, moldeados, torneados por el viento que agitaba sus prendas como sábanas húmedas sobre esculturas inacabadas.

Todo danzaba en los oscuros, los negros, en brillos de aceite oscuro, infectados de plata y luz mortecina.

Anna siguió la avenue de Messine, flanqueada de edificios claros y enormes árboles. No sabía adónde la llevaban sus pasos, pero le daba igual. Iba por la calle como por su cabeza: sonámbula.

Fue entonces cuando lo vio.

En la acera opuesta, un escaparate exhibía un retrato colorista Anna cruzó la calzada. Era la reproducción de un cuadro. Un rostro deforme, torcido, torturado, de colores violentos. Se acercó un poco más, como hipnotizada: aquella tela le recordaba sus alucinaciones punto por punto.

Buscó el nombre del pintor. Francis Bacon. Un autorretrato de 1956. El primer piso de aquella galería albergaba una exposición del artista. Anna encontró la entrada, unas cuantas puertas a la derecha, el, la rue de Téhéran, y subió la escalera.

Las salas, pintadas de blanco, estaban separadas por cortinas rojas que daban a la exposición un carácter solemne, casi religioso. Un público numeroso desfilaba ante las pinturas. Sin embargo, el silencio era total. Una especie de gélido respeto, impuesto por las mismas obras, flotaba en el ambiente.

En la primera sala, Anna encontró una serie de telas de dos metros de altura con un mismo tema: un eclesiástico sentado en un trono. Vestido con una toga púrpura, gritaba como si estuviera achicharrándose en la silla eléctrica. Aquí aparecía pintado de rojo; allí, de negro; más allá, de violeta… Pero determinados detalles eran idénticos en todos los cuadros. Las manos, crispadas sobre los brazos del sillón, ardiendo ya, como pegadas a la madera carbonizada; la boca, desencajada en un grito, abierta sobre un agujero que parecía una herida; las llamas violáceas, que se alzaban por todas partes…

Anna cruzó la primera cortina.

En la siguiente sala, hombres desnudos, encogidos sobre sí mismos, permanecían atrapados en charcos de color o jaulas primitivas. Sus cuerpos ovillados y deformes recordaban a animales salvajes. O criaturas zoomórficas, a medio camino entre varias especies. Sus rostros no eran más que rosetones escarlata, hocicos sangrantes, jetas desfiguradas… Detrás de aquellos monstruos, las manchas de pintura recordaban los azulejos de una carnicería, de un matadero. Un lugar de sacrificio en el que los cuerpos quedaban reducidos a carcasas, masas descarnadas, carroñas en carne viva. En todos los casos, los trazos eran temblorosos, agitados, como imágenes de un documental filmadas cámara al hombro, desenfocadas por la urgencia…

Anna sentía aumentar su malestar, pero no encontraba lo que habla ido a buscar allí: los rostros del sufrimiento.

La esperaban en la tercera sala.

Una docena de telas de dimensiones más modestas, protegidas por cordones de terciopelo rojo. Retratos violentos, desgarrados, golpeados; un caos de labios, narices y huesos, en el que los ojos buscaban desesperadamente su camino.

Los cuadros estaban agrupados en trípticos. El primero, titulado Tres estudios de la cabeza humana, databa de 1953. Rostros azules, lívidos, cadavéricos, que mostraban las huellas de las primeras heridas. El segundo tríptico parecía la continuación natural del primero y daba un paso adelante en la progresión de la violencia. Estudio para tres cabezas, 1962. Rostros blancos que se hurtaban a la mirada para ofrecerse con más fuerza y exhibir sus cicatrices bajo el maquillaje de payaso. Oscuramente, aquellas heridas parecían querer hacer reír, como los niños a los que se desfiguraba en la Edad Media para convertirlos en espantajos, en bufones de por vida.

Anna siguió avanzando. No reconocía sus alucinaciones. Simplemente estaba rodeada de máscaras del horror. Las bocas, los pómulos, las miradas, giraban en un torbellino desplegando sus deformidades en sobrecogedoras espirales. El pintor parecía haberse ensañado con aquellas faces. Las había atacado, acuchillado, con sus armas más afiladas. Pinceles, brocha, espátula, cuchillo: había abierto las heridas, arrancado las costras, desgarrado las mejillas…

Anna avanzaba con los hombros encogidos, encorvada por el miedo. Ya no miraba las telas más que furtivamente, con párpados temblorosos. Una serie de estudios dedicados a una tal Isabel Rawsthorne culminaba la crueldad. Los rasgos de la mujer saltaban literalmente en pedazos. Anna retrocedió buscando desesperadamente una expresión humana en aquel frenesí de la carne. Pero solo veía fragmentos inconexos, bocas como heridas, ojos desorbitados cuyas ojeras enrojecían como cortes.

De pronto, se dejó llevar por el pánico, dio media vuelta y apretó el paso hacia la salida. Iba a abandonar el vestíbulo de la galería cuando vio el catálogo de la muestra, expuesto sobre un mostrador blanco. Se detuvo en seco.

Tenía que verlo, tenía que ver su rostro.

Anna hojeó el catálogo febrilmente, pasó las fotografías del taller y las reproducciones de las obras, y encontró al fin un retrato del propio Francis Bacon. Una foto en blanco y negro, en la que la intensa mirada del artista brillaba con más fuerza que el papel cuché.

Anna apoyó las dos manos en las páginas para mirarlo cara a cara. Sus ojos eran ardientes, ávidos, en un rostro ancho, casi lunar, sostenido sobre sólidas mandíbulas. Una nariz corta, los rebeldes cabellos y una frente de acantilado completaban el rostro de aquel hombre que parecía lo bastante alto como para enfrentarse cada mañana a las descarnadas máscaras de sus cuadros.

Pero un detalle en particular captó la atención de Anna.

El artista tenía un arco ciliar más alto que otro. Un ojo de rapaz, fijo, asombrado, como clavado en un punto fijo. Anna comprendió la increíble verdad: Francis Bacon se parecía físicamente a sus cuadros. Su fisonomía compartía la locura, la distorsión de sus obras. La asimetría de aquel ojo, ¿le habría inspirado sus deformadas visiones o, por el contrario, habrían acabado los cuadros desfigurando a su autor? En ambos casos, las obras se fundían con los rasgos del artista…

Aquella simple constatación tuvo el efecto de una revelación.

Si las deformidades de los cuadros de Bacon tenían una fuente real, ¿por qué no iban a tener un fundamento de verdad sus propias alucinaciones? ¿Por qué no iban a tener origen en un signo, en un detalle existente en la realidad, sus delirios?

Una nueva sospecha la paralizó. ¿Y si, en el fondo de su locura, tenía razón, ¿Y si tanto Laurent como don Terciopelo habían cambiado realmente de rostro?

Anna apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos. Todo empezaba a encajar. Laurent, por alguna razón que no podía imaginar, había aprovechado su crisis de amnesia para modificar sus facciones. Había recurrido a la cirugía estética con la intención de esconderse detrás de su propio rostro. Don Terciopelo había hecho tres cuartos de lo mismo.

Los dos hombres eran cómplices. Habían cometido un acto atroz juntos y, por ese motivo, habían cambiado de fisonomía. Por eso sentía malestar ante sus rostros.

Con un estremecimiento, Anna rechazó todas las imposibilidades, todos los absurdos que implicaba semejante razonamiento. Sencillamente, sentía que se estaba acercando a la verdad, por descabellada que pudiera parecer.

Era su cerebro contra los demás.

Contra todos los demás.

Anna corrió hacia la puerta. En el rellano, junto a la barandilla, vio una tela que le había pasado inadvertida

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